miércoles, 30 de noviembre de 2011

autopista

Una mañana, y después una noche, y luego otra mañana más.
Dicen que la existencia es sublime, aunque a veces solo parece una trampa mortal.
Una acera llena de socavones sin cartel de disculpen las molestias.
Un coche en la autopista, en dirección contraria, por la noche, sin luces,
y por la noche y sin frenos.
Y sin intenciones de parar.
Y después otra noche, otra mañana, y otra noche más.

lunes, 28 de noviembre de 2011

sigilosamente

Sigilosamente, entró en la sala oscura.
Sigilosamente, digo, porque me gusta esta palabra. Porque no puedo resistirme a empezar un texto con sigilosamente, como si esta fuera una historia de detectives.
Sigilosamente, sigo, entró en la sala oscura.
A tientas, encontró un asiento libre.
Nervioso, impaciente. Función única, entradas limitadas.
Emocionante convocatoria, aunque no fuera la primera vez que asistía. Pero cada vez era especial, y por eso los nervios, y por eso la impaciencia.
Cada vez, el protagonista era distinto, y también el desenlace.
Unos días el final llegaba rápido. Una bala que atravesaba un cráneo, que atravesaba un cerebro, un segundo.
Otros días, si había suerte, el show era más espléndido.
La sangre añadía dramatismo a la escena si aparecía goteando, en un cuello, o en una muñeca.
O un cuerpo era un péndulo en una habitación fría. O una inyección letal penetraba en una vena.
Aunque, sin duda, la mejor parte siempre ocurría al principio. Cuando todos sabían qué iba a suceder. Cuando la razón se debatía con rabia pero sin ganas, contra el instinto, contra el dolor de la infelicidad, contra el vértigo del abismo.
Y sin ganas, sin músculos ya, se rendía y era fusilada.

Emocionante convocatoria, función única, un lugar privilegiado.
Ningún espectáculo era como este.
Ninguno como el espectáculo de la desaparición.

viernes, 25 de noviembre de 2011

sobre los e-reader y la lectura analógica

No me considero ninguna ayatolá antitecnológica. De hecho, aquí estoy, dejando volar palomas, enviando palabras a un lugar que no sé dónde está, y que no sé quién habita.
Sin embargo, me descubro con una resistencia instintiva a sustituir el libro de papel por esos tan de moda e-reader. Esos cacharros tan cómodos, y tan útiles y manejables.
Y tan tan tan muertos.
Los robots de la palabra escrita, el terrorífico comienzo del Blade Runer literario.
Pensaréis que exagero, pero no exagero. ¿Qué son los libros si no son seres vivos? vivos a través de nosotros, a través de nuestra respiración, de nuestra lágrima.
Y vivos también en su piel tatuada, que envejece como la nuestra, que amarillea y se abre. Esa piel que recorremos con los dedos, sus cicatrices de errata, sus dobleces y sus lomos rotos como espaldas rotas por la edad. Con su olor de bebé nuevo, y su olor viejo a vainilla.

Son presencias que nos recuerdan la emoción de su lectura, la vida mientras su lectura, la sensación de la historia que guardan, y nuestra historia que se guarda en ellos.
Ocupan un lugar en la estantería, como una foto, y al mirarlos se enciende una parte del cerebro, no sé si la misma que se enciende al mirar esa foto de alguien a quien echamos de menos.
Porque no es lo mismo ver la cara de un amigo en la pantalla, o de un amante. Porque no nos bastan la imagen y la voz. Siempre los preferimos con huesos, con piel, con pelos, con ojos y con manos, y con boca, y con lengua.

Cuando acaricio un libro leído recuerdo un amor pasado, puede que un escalofrío pasado, una luz que me hizo quizás un poco más sabia.
Por eso me cuesta tanto renunciar a su tacto.