lunes, 28 de noviembre de 2011

sigilosamente

Sigilosamente, entró en la sala oscura.
Sigilosamente, digo, porque me gusta esta palabra. Porque no puedo resistirme a empezar un texto con sigilosamente, como si esta fuera una historia de detectives.
Sigilosamente, sigo, entró en la sala oscura.
A tientas, encontró un asiento libre.
Nervioso, impaciente. Función única, entradas limitadas.
Emocionante convocatoria, aunque no fuera la primera vez que asistía. Pero cada vez era especial, y por eso los nervios, y por eso la impaciencia.
Cada vez, el protagonista era distinto, y también el desenlace.
Unos días el final llegaba rápido. Una bala que atravesaba un cráneo, que atravesaba un cerebro, un segundo.
Otros días, si había suerte, el show era más espléndido.
La sangre añadía dramatismo a la escena si aparecía goteando, en un cuello, o en una muñeca.
O un cuerpo era un péndulo en una habitación fría. O una inyección letal penetraba en una vena.
Aunque, sin duda, la mejor parte siempre ocurría al principio. Cuando todos sabían qué iba a suceder. Cuando la razón se debatía con rabia pero sin ganas, contra el instinto, contra el dolor de la infelicidad, contra el vértigo del abismo.
Y sin ganas, sin músculos ya, se rendía y era fusilada.

Emocionante convocatoria, función única, un lugar privilegiado.
Ningún espectáculo era como este.
Ninguno como el espectáculo de la desaparición.

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