viernes, 25 de noviembre de 2011

sobre los e-reader y la lectura analógica

No me considero ninguna ayatolá antitecnológica. De hecho, aquí estoy, dejando volar palomas, enviando palabras a un lugar que no sé dónde está, y que no sé quién habita.
Sin embargo, me descubro con una resistencia instintiva a sustituir el libro de papel por esos tan de moda e-reader. Esos cacharros tan cómodos, y tan útiles y manejables.
Y tan tan tan muertos.
Los robots de la palabra escrita, el terrorífico comienzo del Blade Runer literario.
Pensaréis que exagero, pero no exagero. ¿Qué son los libros si no son seres vivos? vivos a través de nosotros, a través de nuestra respiración, de nuestra lágrima.
Y vivos también en su piel tatuada, que envejece como la nuestra, que amarillea y se abre. Esa piel que recorremos con los dedos, sus cicatrices de errata, sus dobleces y sus lomos rotos como espaldas rotas por la edad. Con su olor de bebé nuevo, y su olor viejo a vainilla.

Son presencias que nos recuerdan la emoción de su lectura, la vida mientras su lectura, la sensación de la historia que guardan, y nuestra historia que se guarda en ellos.
Ocupan un lugar en la estantería, como una foto, y al mirarlos se enciende una parte del cerebro, no sé si la misma que se enciende al mirar esa foto de alguien a quien echamos de menos.
Porque no es lo mismo ver la cara de un amigo en la pantalla, o de un amante. Porque no nos bastan la imagen y la voz. Siempre los preferimos con huesos, con piel, con pelos, con ojos y con manos, y con boca, y con lengua.

Cuando acaricio un libro leído recuerdo un amor pasado, puede que un escalofrío pasado, una luz que me hizo quizás un poco más sabia.
Por eso me cuesta tanto renunciar a su tacto.

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